domingo, 27 de mayo de 2018

Las aventuras eróticas de los dioses Krishna y Radha

Posted By: CLAUDIA CORIN - mayo 27, 2018

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Comúnmente asociamos a la India con un cierto erotismo, aunque es discutible si la imaginación india es especialmente dada al erotismo (ciertamente encontramos también puritanismo) pero, lo que es indudable es que, a diferencia de la tradición judeocristiana, en la India, donde todo es religioso, el sexo y el amor también han gozado de un carácter sagrado y expansivo.

Además del Kamasutra, sin duda las aventuras eróticas más disfrutadas y revisitadas en la India son las de Krishna y Radha. 

Krishna es el delicioso dios de tez azul -encarnación suprema de Vishnu- que aparece en el bosque tocando la flauta, liberando a los animales, produciendo vientos perfumados y agitando el corazón de las pastoras de vacas (las gopis). Viste una joya azul centelleante en el pecho, lleva una corona de plumas de pavo real, bastón, concha y otras armas; guirnaldas de diferentes flores -entre ellas jazmines, brotes de mango, flores de la pasión- brazaletes y túnicas amarillas brillantes. Su rostro es descrito como la luna o como una nube de lluvia. 
En su infancia hay una escena definitiva que inflama el corazón de las gopi: el hurto de la mantequilla. El pequeño pícaro -dios jugando- se mete hasta el corazón de la cocina, rompe jarros, derrama leche y crema y se come la mantequilla -que es la esencia, lo más puro y precioso de la leche-. Cuando es mucha, la dilapida, la comparte con sus amigos, la dosifica entre monos y caballos. Ese momento es un relámpago: las gopis lo sorprenden -a ese hábil mozo- con la mantequilla en la boca, el líquido brillante chorreando por su cuerpo oscuro y crepuscular. Hay una tensión entre lo inocente y lo obsceno. El niño rezuma sexualidad y a la vez no tiene mácula, goza de una divina inmunidad. La mantequilla es comparada con la luz de la luna -la luna está vinculada en estas tradiciones con el soma y con el semen- y con la sustancia que confiere la inmortalidad y la semilla del hombre que da vida.

Las gopis crecerían salvajemente enamoradas de Krishna, queriendo que robe, como la mantequilla, sus corazones. Que se las lleve hacia prados lejanos, que las pise con sus dulces pies de loto. Esta inflamación se convertiría en todo un movimiento religioso, el bhakti, el amor devocional a la divinidad, espontáneo, metaracional. Una noche de luna llena de otoño, Krishna cumplió su sueño -el sueño de 16 mil vaqueras-, que en realidad eran supremas yogis, jugando a la divina ilusión del olvido de su identidad para vivir un madrigal de amor en los bosques del norte de la India. La flauta sonó como una especie de flecha de sonido y todo el bosque hizo eco del lenguaje del amor y su melosía. Las gopis, casadas o solteras por igual, cocinando para sus maridos, con el pastel en el horno, con el agua hirviendo u ordeñando a las vacas, partieron dejando todo, sin arreglarse, sin mirar atrás, siguiendo el sonido de la flauta y la imagen del joven dios en su mente, queriendo ser raptadas, llevadas al éxtasis demencial.

Encontraron a Krishna en un claro. El dios les pidió que regresaran, que no violaran el orden de la sociedad, que recapacitaran. Las gopis, desgarradas por las palabras del dios, se arrojaron a sus pies de loto, firmes en su intención. Krishna no pudo negarse a su devoción. Lo que ocurrió se conoce como el rasa-lila: el divino pasatiempo, la danza circular del dios con sus gopis. Cada una de ellas creyó que el dios bailaba sólo con ella, que ella era la elegida. El dios las levantaba hacia el cielo, las hacía girar, las dejaba caer y las atrapaba, tocaba sus muslos, sus senos... Una luz radiante se veía en el centro despidiendo iridiscencias.

Después de un rato de esta danza, cuando cada gopi suspiraba en el frescor del deleite -aún imaginando a Krishna cerca, o imitando al dios-, notaron las huellas de Krishna, que se había internado al bosque, huellas que estaban acompañadas de unas más pequeñas, de otra gopi. Celosas, las gopis persiguieron esas huellas y vieron como, en un punto, las huellas femeninas desaparecían -seguramente porque en ese momento el dios había tomado con sus brazos a su preferida, cargándola en el arrojo del amor que trascendía, si acaso era posible, el que apenas hace unos momentos las otras habían vivido.

Esa preferida, la tradición diría más tarde, era Radha, cuyo nombre significa riqueza, perfección, logro. 
Un poeta cantaría los amores ilegítimos -más dulces por pecaminosos- de Radha y Krishna. Jayadeva en el "Gita Govinda" cuenta que el dios y Radha, quien fue elevada a la cualidad de una diosa, la energía misma de la divinidad -su shakti- vivieron amores tormentosos, febriles. Otra luna llena, pero de primavera, toda la naturaleza se encendió como anticipando, como salivando antojadiza, el amor que veía que surgía y que iba a encontrarse como un remolino o un númen entre los mangos, los lotos y los sándalos. Según Jayadeva, en ese tiempo, las espinas de los cactus perforaban el cielo redolente y los árboles de mangos temblaban. Primero, en esta efervescencia, Krishna vive lo que podemos describir como un encuentro orgiástico con "una muchedumbre de muchachas encantadoras", algo así como una versión del rasa-lila (el "Gita Govinda" empieza donde termina el baile circular de Krishna con sus devotas). 
Mientras que Krishna, el melífluo, hacía el amor a todas estas gopis, había una que se alejaba celosa. Radha sentía la pasión que animaba al bosque no como amor sino como muerte. Los gemidos de placer eran lacerantes quejidos de dolor -la luz de la luna la quemaba como un sol canicular, el viento de los sándalos traía el veneno de serpientes letales-. 
Enferma, convaleciente en la intemperie, pidiendo el único remedio "el elixir de su cuerpo", berreando por el médico de su corazón, Radha es visitada por las gopis quienes le hablan de Krishna y le dicen que él también está desolado. Inicia toda una dulce y titubeante mensajería de amor entre extremos del bosque incendiario. Krishna reza, dice oraciones mágicas al cielo, repite mantras, llora. 
Las gopis juegan al corre-ve-y-dile, alcanzan a Krishna, destrozado y le cuentan de Radha, famélica. Entonces toda la naturaleza entra en conmoción -todo el bosque es su tálamo: los árboles, las flores, los animales son extensiones del cuerpo divino estremecido, eléctricamente sacudido por el amor-. 
Radha se arregla para la batalla de amor: ricos ornamentos, sedas, joyas, flores se engarzan en su cabello, pigmentos rojos fragantes en sus senos y en su vientre. 
Krishna va montando los vientos de primavera, llevando miel, como un viento de mil abejas. "Sólo el vino de los labios de loto apaga el incendio del amor en el corazón", dice el poeta.  Krishna responde a la visión de Radha como cuando las olas se alzan cuando aparece la luna, encabritándose, haciendo grafías de luz sobre la noche. Radha castiga al infiel Krishna, lo araña, lo muerde, lo asfixia con sus piernas, lo aplasta con sus senos. Los truenos del amor resuenan -la gran batalla de "Mahabharata", con sus millones de elefantes y ríos de sangre intestina, no es más que este combate. Al consumar su romance, el cuerpo de la amada se convierte en un lienzo donde el dios dibuja con las sustancias del amor, formas arcanas, fórmulas secretas, cifras y emblemas.

El amor de Krishna y Radha será el sacramento de una religión. Un amor ilegítimo, siendo Radha una mujer casada, será designado el más sublime. Y es que el amor total, en su más alto caudal, destruye toda convención y debe destruir toda huella del mundo para alcanzar lo divino -es un bautismo de fuego-. Y más aún que su encuentro meteórico, se ensalzará la separación como una forma más alta del amor -una cierta monomanía que sólo conduce al dios-. Es como si el amor fuera esa misma tensión, fuera más él mismo, más potente y concentrado, en el tensarse del arco, en la flecha que apunta al blanco. Más que en encajarse en la piel y comer la fruta, el intervalo en que la flecha de Kama (de Eros) hace contacto -entre que el amante vuelve a abrazar al amado-  es este mundo, es la trama de esta historia, es la miel y el vino, la sed de la dulzura que inflama el corazón y hace que nos aferremos a la imagen, al sabor de lo divino, de aquello que hemos ilusoriamente perdido, pero que nos da la energía para jugar a la seducción, a perder y a encontrar, a ocultar y revelar. 
Es el deseo lo que crea el mundo. Y para que el mundo siga creándose debe de haber separación, nuevo deseo. La tensión del deseo es lo que genera el fuego creativo -un calor interno-, el tapas que está en el origen de la cosmogonía védica. 
Sin separación no hay movimiento, no hay un ir tras el objeto del deseo, no hay acción, no hay karma. El mundo descansa en la perfección, pero se vuelve estéril, desfogado. Aunque la separación sea una ilusión -aunque en realidad el Uno sea todo, y todo ocurra dentro de su cuerpo universal-, es la esencia vital de la vida. Este es el juego perpetuo de Krishna y Radha, el amor que destruye el mundo convencional, lo diviniza y lo vuelve a destruir. 

alepholo

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