La violencia contra la mujer es un síntoma importante de fracaso de la cultura de nuestro tiempo. Por supuesto, sus responsables más directos son hombres cuyo odio enfermo es proporcional a su debilidad, pero sus actos, aunque en apariencia ocurren en la más triste soledad, se alimentan de todo un contexto de complicidades, silencios, aprobaciones tácitas y discursos condenatorios contra la libertad de elección de las mujeres, contra su derecho a amar y a dejar de amar, a desear otra cosa, a separarse para siempre.
No hay que olvidar que muchas de las agresiones machistas, en especial las mortíferas, se producen cuando una mujer ha decidido ejercer su derecho a dar por terminada una relación. Es en tales ocasiones cuando es más probable que un macho herido decida quitarle la vida para reducirla para siempre a la condición de objeto sin palabra, sin elección.
Aparte de estas manifestaciones extremas, el temor del macho y su protesta, la defensa numantina de su lugar de privilegio han adquirido nuevos vuelos con la cultura actual del narcisismo más extremo, que permite imaginar una vida en la que al otro no le queda más lugar que el de un objeto de quita y pon.
De ahí que los discursos más machistas, hasta la violencia más cruda, no tiendan a desaparecer en las sociedades posmodernas, como quizás se hubiera podido creer. Por el contrario, experimentamos aquí un claro retroceso, comprobable en las maneras, las formas de hablar y el pensamiento de ciertos jóvenes. En esto también, muchos sueños de progreso – ¡qué lejos quedan los años 70! – se vieron defraudados.
Que Freud fuera algo misógino no le impidió profundizar en las raíces de la misoginia, una hostilidad basada en el temor y el rechazo de la diferencia. Lacan añadió que la difamación – o sea, hablar mal – de la mujer, paso previo y legitimación del acto de degradarla y agredirla, se debe a que los hombres están siempre mucho más concernidos por lo femenino de lo que quieren admitir.
Distinguiendo al hombre del macho, señalaremos una debilidad esencial de este último, que lo lleva a sentirse perseguido por todo lo que percibe como empoderamiento femenino, expresión de libertad del deseo de una mujer, formas de satisfacción que ni entiende ni quiere entender.
El cariz paranoico que adquiere esta pasión oscura queda cruelmente ejemplificado en la violación colectiva, en la que un ejército de hombres necesitan excitarse entre ellos para realizar la hazaña de destruir a una mujer.
La exageración de la virilidad que suele acompañar a conductas misóginas es tan sospechosa como las muestras de homofobia propias de los mismos personajes. Misoginia y homofobia forman pareja y en realidad constituyen cierta forma de homo-sexualidad. No en el buen sentido, de amor por alguien de sexo igual, sino en el malo: exigencia estúpida de lo igual y odio visceral de lo otro.
Estas manifestaciones de violencia extrema son momentos en que la responsabilidad de una sociedad para proteger la libertad es imperativa y exige medidas concretas y eficaces.
LAVANGUARDIA
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