A veces nos cerramos en banda. Nos enzarzamos en los argumentos y evitamos los sentimientos. Solo logramos dialogar si somos sinceros con los nuestros y empáticos con los de los demás.
Carlos se dirigía al refugio de Max con una mezcla de ilusión y perplejidad. Ilusión por compartir una charla con aquel viejo profesor que ya le había ayudado en las relaciones con su equipo años atrás. Y perplejidad porque llevaba más de tres horas conduciendo para ir a tomar, como él le había propuesto, un simple café.
Con media hora de retraso –encontrar aquel refugio no era tarea fácil– llegó a casa de Max y se lo encontró en el salón, ante dos tazas de café. Se saludaron efusivamente, rememoraron su encuentro anterior y, cuando Max le preguntó cómo estaba, Carlos fue directamente al grano:
–Bueno, ya te comenté por teléfono que tengo problemas con mi pareja. Hasta ahora lo hablábamos todo, fuese lo que fuese, y solíamos conseguir el acuerdo. Pero ahora parece que ya no es posible. Cada vez que tenemos que discutir un tema, se cierra en banda y acabo escuchando invariablemente la misma frase: “no quiero discutir”.
–Es que quizá sea eso, que no quiera discutir.
–Pero, Max, las cosas hay que hablarlas, hay que confrontar las opiniones. No me estoy refiriendo a acaloradas discusiones que se convierten en peleas. Te hablo, sencillamente, de mantener cordiales intercambios, de contrastar opiniones...
–Ya me imagino –contiuó Max–. Aun así, me parece razonable que ella no quiera discutir.
–Pero esto nos aboca a un callejón sin salida... Qué debo hacer, entonces?
–Deja de discutir los argumentos, y empieza a dialogar los sentimientos.
La expresión de Carlos reflejaba una total perplejidad, por lo que Max se apresuró a aclararle las cosas:
–Carlos, explícame alguna de las discusiones que hayáis tenido últimamente.
–La de ayer mismo... Aunque el tema fue algo banal...
–Te escucho.
–Discutimos sobre si debíamos asistir o no a una cena. Ella insistía en ir. Yo quise hacerle ver que este mes ya hemos ido a tres cenas, y que estoy demasiado cansado. Pero ni me dejó acabar, soltó su inevitable: “No quiero discutir”, y allí acabó todo.
–Y, después de lo que te he dicho, cómo lo resolverías si habláseis ahora?
–Intentaría explicarle de nuevo mis motivos, añadiendo uno más: el próximo fin de semana tenemos una salida, razón de más para no ir a la dichosa cena.
–A ver, Carlos, ¿por qué no eres realmente sincero e intentas ir al fondo?
Carlos no esperaba esta pregunta, que sin duda no era fácil de responder. Tras una profunda reflexión, dijo:
–Supongo que tengo la sensación de que no pasamos tiempo los dos solos...
–De acuerdo. Entonces cuéntale exactamente esto, que sientes que no pasáis suficiente tiempo los dos solos. No la avasalles con tu batería de argumentos para evitar la cena. Intenta averiguar también qué es lo que ella siente en el fondo, qué hay detrás de su insistencia para asistir a la cena.
Puede que ella tenga la sensación de que siempre acabáis haciendo lo que tú dices o que siempre tienes la última palabra...
Carlos se quedó pensativo. Max, que conocía perfectamente su capacidad y rapidez mental, se atrevió a añadir:
–Verás, Carlos, intenta analizar tu actitud en el diálogo. Seguramente tienes infinitos recursos para resolver cualquier discusión a tu favor. Eres rápido argumentando, hábil defendiendo tu opinión y muy eficaz desmontando la de tu interlocutor. Difícilmente darás tu brazo a torcer... Y tu pareja vive esta actitud con una fuerte sensación de incomprensión.
Carlos estaba profundamente impactado. Haber tomado el coche y hacer ese viaje para tomar aquel “simple café” había valido la pena realmente.
–Carlos, abandona los argumentos y confronta los sentimientos. Sé sincero con tu pareja en lo que sientes y preocúpate por percibir sus sentimientos con empatía. Dejaréis por fin de discutir y empezaréis a dialogar.
En el diálogo nunca hay vencedores ni vencidos, porque todos los sentimientos son legítimos.
Apuraron el café en un revelador silencio. Carlos había captado la idea de Max. Reconocía que su habilidad para la argumentación era un lastre para el auténtico diálogo y la cortina de humo perfecta para esconder sus sentimientos.
Aquella misma noche, tras la marcha de Carlos, Max recibió en su móvil un mensaje. Era la foto del salón de la casa de Carlos. Se veía una mesa preparada para dos comensales e iluminada con velas. Acompañaba la foto un breve texto: “Max, empezamos el nuevo camino. Gracias por todo”
Cómo retomar el diálogo
Podremos volver a hablar las cosas si...
...no me desbordas con interminables argumentaciones ni descalificas sistemáticamente mis opiniones.
...dejas de esconderte detrás de los razonamientos y me hablas abiertamente y con sinceridad de tus sentimientos.
...me dejas espacio para contarte lo que yo siento; y si no lo tengo claro, me ayudas a descubrirlo.
...aceptas que los sentimientos son siempre legítimos y, por tanto, indiscutibles y, por ello, ni los niegas ni los juzgas negativamente.
...no quieres tener siempre tú la última palabra, ni vives como una decepción el que no hagamos lo que has propuesto.
...aceptas que, tras el aparente desacuerdo, hay una gran oportunidad de comprendernos, aceptarnos como somos y querernos.
cuento mentesana
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