martes, 25 de septiembre de 2018

Alejandra Pizarnik, la mejor poeta suicida

Posted By: CLAUDIA CORIN - septiembre 25, 2018

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Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972) escribe de jaulas, de barcos, de ojos. De vinos, de cielos, de lunas. De azares, de flores y de piedras-muy-pesadas. Es surrealista, sexual, depresiva. En sus poemas es de noche y hay una caja de barbitúricos cerca, por si apetece decir "hasta aquí" y descolgar el teléfono para siempre. Es una niña monstruo -como llamaba ella a Janis Joplin cuando se encomendaba a su influjo-, una mística, una hembra revolcada en el despojo; tan frágil que no está nunca -porque siempre se acaba de ir- y tan sensorial que vive en los objetos de tu casa. No duele pero duele en todas partes. "Tú eliges el lugar de la herida", concedió.

Cuando era pequeña, lloraba su acné y se dopaba a anfetaminas para bajar de peso. Se volvió adicta a las pastillas y vívía a caballo entre el insomnio y la euforia: cisnes enfermos volando bajo por aquí. Reventaba a complejos. Tenía celos de su hermana mayor. Tartamudeaba. Sus padres eran joyeros, inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco. Ella hablaba español con acento europeo y se sentía extranjera en cualquier lado, hasta en su lengua. 
Pizarnik se desdobla constantemente. Tiene gente dentro: gemelas muertas, Alejandras antiguas y otras mujeres que no se atrevió a ser.

Empezó Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. No la acabó. Dio cursos de pintura, de literatura y periodismo; incompletos todos por falta de método. Pizarnik era lectora, lectora, lectora. Por eso mamó del romanticismo, del surrealismo, del simbolismo francés. Lírica, psicoanalítica, falta siempre de algo, de alguien inalcanzado.

Dicen que su familia mutiló sus diarios por pudores. Dicen que se enganchó -no se sabe si platónicamente- a Elizabeth Azcona Cranwell, que formaba parte del grupo de Poesía Buenos Aires, reunidos siempre en el Palacio do Café de calle Corrientes. 
Muchos de sus poemas la arrastraron a convertirse en un icono del feminismo.   Contaba que sentía "un entrañable calor que me abriga cuando el mundo me golpea", y que ese calor era "el de las otras mujeres"

En París vivió con hombres y mujeres. Allí trabajó para la revista Cuadernos y para algunas editoriales francesas; tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire e Yves Bonnefoy; estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Se hizo amiga de Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Este último le escribió el prólogo de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario. Dijo que el libro era "la cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas" y que el producto no contenía "una sola partícula de mentira". Dijo que era "una higuera mítica", dijo que muchos no lo entenderían.

Se suicidó a los 36 años, con 50 pastillas de Seconal. Por fin salió de su Infierno musical -que sólo era la vida-. De sus silencios sordos, de sus noches con colmillos de lobo, de sus licores furiosos. Quería morir "como muere un animal pequeño en los cuentos para niños -eso tan terrible lleno de hermosura-". Y se fue en medio de ese intento suyo de "explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome".

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