Cuentan que hace muchos años unos soldados fueron hechos prisioneros por las tropas enemigas. Pasaron años encerrados en una celda minúscula, durante los cuales las privaciones, las nostalgias y los maltratos de los guardianes los unieron hasta convertirse en buenos amigos.
Cuando terminó la guerra, los soldados fueron liberados. Se despidieron con un fuerte abrazo y cada quien tomó su rumbo. Al cabo de diez años volvieron a encontrarse. Uno se había recuperado. Incluso podría decirse que era feliz.
Los dos hombres se pusieron al corriente de sus vidas, aunque no pudieron evitar rememorar los años pasados en cautividad. Uno de ellos, visiblemente amargado, preguntó: “¿Has perdonado a aquellos guardias?”
“Sí, me ha costado, pero he logrado pasar página”.
“Yo no he podido, sigo guardando rencor. ¡Los odiaré mientras viva!”, respondió.
“Entonces todavía te tienen prisionero”, se limitó a responder con tristeza su amigo.
Esta historia refleja a la perfección la cárcel que representa el resentimiento, unos muros que construimos nosotros mismos y en los que nos recluimos por voluntad propia, dejando que ese sentimiento nos corroa por dentro, arrebatándonos la serenidad y la salud.
El resentimiento es una sensación de enojo, odio o rabia acompañada de impotencia. Existe un deseo de venganza, pero por algún motivo no podemos dar rienda suelta a esos impulsos y, al vernos obligados a reprimirlos, experimentamos una sensación de impotencia radical.
A la rabia se le suma la sensación de que "no hay nada que hacer", “más vale someterse” o “es mejor callar”. El resultado de la ira e indignación por sentir que hemos recibido un trato injusto, sumado a la imposibilidad de defendernos o vengarnos, es el resentimiento, una mezcla altamente volátil y explosiva.
Ese estado psicológico es particularmente dañino porque genera una gran energía emocional negativa que se mantiene bullendo en nuestro interior. Por un lado, el enfado y la ira provocan una activación a nivel físico que nos impulsa a la acción, pero por otro lado nos vemos obligados a reprimir esos impulsos. Así terminamos cocinando a fuego lento la rabia, dejando que hierva en nuestro interior. Y eso no es bueno. Ni saludable.
Al respecto, Max Scheler apuntó que “el resentimiento es una autointoxicación psíquica, con causas y consecuencias bien definidas. Es una actitud psíquica permanente que surge al reprimir sistemáticamente la descarga de ciertas emociones y afectos”.
Y es que el resentimiento va penetrando en las diferentes facetas de nuestra personalidad provocando una especie de intoxicación psicológica que cambia nuestra manera de sentir y pensar. Obsesionados con lo ocurrido, incapaces de dejar ir el pasado, entramos en una especie de túnel cognitivo que nos impide valorar el resto de las cosas positivas que ocurren en nuestra vida, por lo que no es extraño que se nos agríe el carácter y nos sintamos miserables.
Lo peor de todo es que ese estado psicológico, mantenido a lo largo del tiempo, termina generando cambios fisiológicos que pueden desencadenar diferentes problemas de salud.
No cabe duda de que el resentimiento es una especie de consuelo mental que puede reportarnos un alivio momentáneo, pero no soluciona el problema de raíz ni nos ayuda a sanar. Al contrario, nos daña. Y mucho.
El resentimiento crónico y la angustia emocional afectan de diferentes formas nuestra salud. Las personas que guardan rencor reviven continuamente los recuerdos hirientes del pasado, lo cual amplifica los pensamientos hostiles y la tristeza, que con el tiempo terminarán generando problemas clínicos y psicológicos, como la depresión, según reveló un estudio publicado en Cognitive Therapy and Research.
La ira vinculada al resentimiento y la incapacidad para liberarla de manera asertiva, también tiene un fuerte impacto fisiológico. De hecho, un estudio realizado en la Universidad de Emory comprobó que la ira provocada por el estrés emocional aumenta considerablemente el riesgo cardiovascular.
El problema es que esas emociones negativas desencadenan una serie de respuestas corporales, como un incremento de los niveles de cortisol y mayores niveles de proteína C reactiva, un marcador de inflamación que anticipa problemas cardiovasculares.
Los efectos del resentimiento no se limitan a nuestro corazón. Guardar rencor también hará que sintamos más dolor. Tras someter a 114 personas a una prueba dolorosa, investigadores de la Glasgow Caledonian University descubrieron que activar el recuerdo de las injusticias sufridas, cuando los participantes seguían guardando rencor, provocaba un aumento significativo del dolor y ansiedad.
Eso significa que el resentimiento disminuye nuestro umbral del dolor, lo cual puede hacer que nos sintamos peor si ya padecemos alguna enfermedad.
A veces, cuando alguien toca una de nuestras fibras sensibles y nos hace daño, es muy difícil olvidar lo ocurrido y dejarlo ir. Es mucho más fácil alimentar el rencor porque se trata de una búsqueda inconsciente de compasión. Alimentar el resentimiento es, en el fondo, un intento por compensar los sentimientos negativos que experimentamos en el pasado.
Creemos que reteniendo ese rencor estamos castigando a la persona que nos hizo daño, cuando en realidad los únicos que nos hacemos daño somos nosotros mismos. Parafraseando a Shakespeare: alimentar el resentimiento es como beber un veneno esperando que muera el otro.
El antídoto? Perdonar. Practicar el perdón nos permite reducir los pensamientos negativos recurrentes, de manera que desaparezcan la ira, el resentimiento y el odio, tal y como demostró un estudio realizado en la Universidad de Pensilvania en el que se concluyó que “el perdón es el camino hacia el bienestar psicológico y la salud”.
Perdonar disminuye la presión arterial y contribuye a la recuperación cardiovascular del estrés, según una investigación publicada en la International Journal of Psychophysiology, además de mejorar significativamente la salud mental, según investigadores de la Universidad de California.
De hecho, el perdón suele beneficiar más a la víctima que al agresor. No perdonamos porque quien nos causó daño necesite pasar página, sino porque somos nosotros quienes necesitamos liberarnos de las cadenas que arrastramos.
Randall Worley escribió que “perdonar no es una emoción, es una decisión”, para llamar la atención sobre ese proceso deliberativo en el que nos proponemos - consciente y activamente - superar nuestros pensamientos, tendencias y sentimientos negativos hacia quien nos hizo daño.
Liberarnos del resentimiento no significa excusar u olvidar el comportamiento de quien nos dañó, sino liberarnos del control que hasta ese momento había ejercido en nuestra vida. Así podremos enfocarnos en nuestro presente, dejando atrás un pasado que no podemos cambiar.
El perdón también nos permite centrarnos en las relaciones positivas de nuestra vida y en todo aquello que realmente nos aporta felicidad y satisfacción. A medida que soltamos los rencores, estos dejan de definirnos y condicionarnos. Y sentiremos que nos hemos quitado - finalmente - una pesada carga de encima.
yahoo
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